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Caricatura: Sebastián Dufour |
Primera
clase:
Los caminos de un escritor
Quisiera que
quede bien claro que, aunque propongo primero los cuentos y en segundo lugar
las novelas, esto no significa para mí una discriminación o un juicio de valor:
soy autor y lector de cuentos y novelas con la misma dedicación y el mismo
entusiasmo. Ustedes saben que son cosas muy diferentes, que trataremos de
precisar mejor en algunos aspectos, pero el hecho de que haya propuesto que nos
ocupemos primero de los cuentos es porque como tema son de un acceso más fácil;
se dejan atrapar mejor, rodear mejor que una novela por razones obvias sobre
las cuales no vale la pena que insista.
Tienen que
saber que estos cursos los estoy improvisando muy poco antes de que ustedes
vengan aquí: no soy sistemático, no soy ni un crítico ni un teórico, de modo
que a medida que se me van planteando los problemas de trabajo, busco
soluciones. Para empezar a hablar del cuento como género y de mis cuentos como
una continuación, estuve pensando en estos días que para que entremos con más
provecho en el cuento latinoamericano sería tal vez útil una breve reseña de lo
que en alguna charla ya muy vieja llamé una vez "Los caminos de un
escritor"; es decir, la forma en que me fui moviendo dentro de la actividad
literaria a lo largo de desgraciadamente treinta años. El escritor no conoce
esos caminos mientras los está franqueando -puesto que vive en un presente como
todos nosotros- pero pasado el tiempo llega un día en que de golpe, frente a
muchos libros que ha publicado y muchas críticas que ha recibido, tiene la
suficiente perspectiva y el suficiente espacio crítico para verse a sí mismo
con alguna lucidez. Hace algunos años me planteé el problema de cuál había sido
finalmente mi camino dentro de la literatura (decir "literatura" y
"vida" para mí es siempre lo mismo, pero en este caso nos estamos
concentrando en la literatura). Puede ser útil que reseñe hoy brevemente ese
camino o caminos de un escritor porque luego se verá que señalan algunas
constantes, algunas tendencias que están marcando de una manera significativa y
definitoria la literatura latinoamericana importante de nuestro tiempo.
Les pido que
no se asusten por las tres palabras que voy a emplear a continuación porque en
el fondo, una vez que se da a entender por qué se las está utilizando, son muy
simples. Creo que a lo largo de mi camino de escritor he pasado por tres etapas
bastante bien definidas: una primera etapa que llamaría estética (ésa es la
primera palabra), una segunda etapa que llamaría metafísica y una tercera etapa,
que llega hasta el día de hoy, que podría llamar histórica. En lo que voy a
decir a continuación sobre esos tres momentos de mi trabajo de escritor va a
surgir por qué utilizo estas palabras, que son para entendernos y que no hay
que tomar con la gravedad que utiliza un filósofo cuando habla por ejemplo de
metafísica.
Pertenezco a
una generación de argentinos surgida casi en su totalidad de la clase media en
Buenos Aires, la capital del país; una clase social que por estudios, orígenes
y preferencias personales se entregó muy joven a una actividad literaria
concentrada sobre todo en la literatura misma. Me acuerdo bien de las
conversaciones con mis camaradas de estudios y con los que siguieron siendo
amigos una vez que los terminé y todos comenzamos a escribir y algunos poco a
poco también a publicar. Me acuerdo de mí mismo y de mis amigos, jóvenes
argentinos (porteños, como les decimos a los de Buenos Aires) profundamente
estetizantes, concentrados en la literatura por sus valores de tipo estético,
poético, y por sus resonancias espirituales de todo tipo. No usábamos esas
palabras y no sabíamos lo que eran, pero ahora me doy perfecta cuenta de que
viví mis primeros años de lector y de escritor en una fase que tengo derecho a
calificar de "estética", donde lo literario era fundamentalmente leer
los mejores libros a los cuales tuviéramos acceso y escribir con los ojos fijos
en algunos casos en modelos ilustres y en otros en un ideal de perfección
estilística profundamente refinada. Era una época en la que los jóvenes de mi
edad no nos dábamos cuenta hasta qué punto estábamos al margen y ausentes de
una historia particularmente dramática que se estaba cumpliendo en torno de
nosotros, porque esa historia también la captábamos desde un punto de vista de
lejanía, con distanciamiento espiritual.
Viví en Buenos Aires, desde lejos
por supuesto, el transcurso de la guerra civil en que el pueblo de España luchó
y se defendió contra el avance del franquismo que finalmente habría de
aplastarlo. Viví la segunda guerra mundial, entre el año 39 y el año 45,
también en Buenos Aires. ¿Cómo vivimos mis amigos y yo esas guerras? En el
primer caso éramos profundos partidarios de la República española, profundamente
antifranquistas; en el segundo, estábamos plenamente con los aliados y
absolutamente en contra del nazismo. Pero en qué se traducían esas tomas de
posición: en la lectura de los periódicos, en estar muy bien informados sobre
lo que sucedía en los frentes de batalla; se convertían en charlas de café en
las que defendíamos nuestros puntos de vista contra eventuales antagonistas,
eventuales adversarios. A ese pequeño grupo del que formaba parte pero que a su
vez era parte de muchos otros grupos, nunca se nos ocurrió que la guerra de
España nos concernía directamente como argentinos y como individuos; nunca se
nos ocurrió que la segunda guerra mundial nos concernía también aunque la
Argentina fuera un país neutral. Nunca nos dimos cuenta de que la misión de un escritor
que además es un hombre tenía que ir mucho más allá que el mero comentario o la
mera simpatía por uno de los grupos combatientes. Esto, que supone una
autocrítica muy cruel que soy capaz de hacerme a mí y a todos los de mi clase,
determinó en gran medida la primera producción literaria de esa época: vivíamos
en un mundo en el que la aparición de una novela o un libro de cuentos
significativo de un autor europeo o argentino tenía una importancia capital
para nosotros, un mundo en el que había que dar todo lo que se tuviera, todos
los recursos y todos los conocimientos para tratar de alcanzar un nivel
literario lo más alto posible. Era un planteo estético, una solución estética;
la actividad literaria valía para nosotros por la literatura misma, por sus
productos y de ninguna manera como uno de los muchos elementos que constituyen
el contorno, como hubiera dicho Ortega y Gasset "la circunstancia",
en que se mueve un ser humano, sea o no escritor.
De todas
maneras, aun en ese momento en que mi participación y mi sentimiento histórico
prácticamente no existían, algo me dijo muy tempranamente que la literatura
-incluso la de tipo fantástico más imaginativa- no estaba únicamente en las
lecturas, en las bibliotecas y en las charlas de café. Desde muy joven sentí en
Buenos Aires el contacto con las cosas, con las calles, con todo lo que hace de
una ciudad una especie de escenario continuo, variante y maravilloso para un
escritor. Si por un lado las obras que en ese momento publicaba alguien como
Jorge Luis Borges significaban para mí y para mis amigos una especie de cielo
de la literatura, de máxima posibilidad en ese momento dentro de nuestra
lengua, al mismo tiempo me había despertado ya muy temprano a otros escritores
de los cuales citaré solamente uno, un novelista que se llamó Roberto Arlt y
que desde luego es mucho menos conocido que Jorge Luis Borges porque murió muy
joven y escribió una obra de difícil traducción y muy cerrada en el contorno de
Buenos Aires. Al mismo tiempo que mi mundo estetizante me llevaba a la
admiración por escritores como Borges, sabía abrir los ojos al lenguaje
popular, al lunfardo de la calle que circula en los cuentos y las novelas de
Roberto Arlt. Es por eso que, cuando hablo de etapas en mi camino, no hay que
entenderlas nunca de una manera excesivamente compartimentada: me estaba
moviendo en esa época en un mundo estético y estetizante pero creo que ya tenía
en las manos o en la imaginación elementos que venían de otros lados y que
todavía necesitarían tiempo para dar sus frutos. Eso lo sentí en mí mismo poco
a poco, cuando empecé a vivir en Europa.
Siempre he
escrito sin saber demasiado por qué lo hago, movido un poco por el azar, por
una serie de casualidades: las cosas me llegan como un pájaro que puede pasar
por la ventana. En Europa continué escribiendo cuentos de tipo estetizante y
muy imaginativos, prácticamente todos de tema fantástico. Sin darme cuenta,
empecé a tratar temas que se separaron de ese primer momento de mi trabajo. En
esos años escribí un cuento muy largo, quizá el más largo que he escrito, El perseguidor, que en sí mismo no tiene
nada de fantástico pero en cambio tiene algo que se convertía en importante
para mí: una presencia humana, un personaje de carne y hueso, un músico de jazz
que sufre, sueña, lucha por expresarse y sucumbe aplastado por una fatalidad
que lo persiguió toda su vida. (Los que lo han leído saben que estoy hablando
de Charlie Parker, que en el cuento se llama Johnny Carter.) Cuando terminé ese
cuento y fui su primer lector, advertí que de alguna manera había salido de una
órbita y estaba tratando de entrar en otra. Ahora el personaje se convertía en
el centro de mi interés mientras que en los cuentos que había escrito en Buenos
Aires los personajes estaban al servicio de lo fantástico como figuras para que
lo fantástico pudiera irrumpir; aunque pudiera tener simpatía o cariño por
determinados personajes de esos cuentos, era muy relativo: lo que
verdaderamente me importaba era el mecanismo del cuento, sus elementos
finalmente estéticos, su combinatoria literaria con todo lo que puede tener de
hermoso, de maravilloso y de positivo. En la gran soledad en que vivía en París
de golpe fue como estar empezando a descubrir a mi prójimo en la figura de
Johnny Carter, ese músico negro perseguido por la desgracia cuyos balbuceos,
monólogos y tentativas inventaba a lo largo de ese cuento.
Ese primer
contacto con mi prójimo -creo que tengo derecho a utilizar el término-, ese
primer puente tendido directamente de un hombre a otro, de un hombre a un
conjunto de personajes, me llevó en esos años a interesarme cada vez más por
los mecanismos psicológicos que se pueden dar en los cuentos y en las novelas,
por explorar y avanzar en ese territorio -que es el más fascinante de la
literatura al fin y al cabo- en que se combina la inteligencia con la
sensibilidad de un ser humano y determina su conducta, todos sus juegos en la
vida, todas sus relaciones y sus interrelaciones, sus dramas de vida, de amor,
de muerte, su destino; su historia, en una palabra. Cada vez más deseoso de
ahondar en ese campo de la psicología de los personajes que estaba imaginando,
surgieron en mí una serie de preguntas que se tradujeron en dos novelas, porque
los cuentos no son nunca o casi nunca problemáticos: para los problemas están
las novelas, que los plantean y muchas veces intentan soluciones. La novela es
ese gran combate que libra el escritor consigo mismo porque hay en ella todo un
mundo, todo un universo en que se debaten juegos capitales del destino humano,
y si uso el término destino humano es porque en ese momento me di cuenta de que
yo no había nacido para escribir novelas psicológicas o cuentos psicológicos
como los hay y por cierto tan buenos. El solo hecho de manejar elementos en la
vida de algunos personajes no me satisfacía lo suficiente. Ya en El perseguidor, con toda su torpeza y su
ignorancia, Johnny Carter se plantea problemas que podríamos llamar
"últimos". Él no entiende la vida y tampoco entiende la muerte, no
entiende por qué es un músico, quisiera saber por qué toca como toca, por qué
le suceden las cosas que le suceden. Por ese camino entré en eso que con un
poco de pedantería he calificado de etapa metafísica, es decir, una
autoindagación lenta, difícil y muy primaria -porque yo no soy un filósofo ni
estoy dotado para la filosofía- sobre el hombre, no como simple ser viviente y
actuante sino como ser humano, como ser en el sentido filosófico, como destino,
como camino dentro de un itinerario misterioso.
Y el resto de las clases:
http://www.lanacion.com.ar/1604397-las-clases-magistrales-de-cortazar
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